Es de naturaleza humana mentir al igual que lo es ser sincero. Es inevitable. Siempre y en algún momento y según las circunstancias, los intereses o las expectativas, soltamos alguna mentira a veces encubierta con medias verdades o con verdades. Pero esto no es lo importante, lo importante es como perciben los demás lo que dices, con que tono lo dices y con que intención lo dices, llegando a producirse muchas veces una situación ciertamente peculiar. A saber, que cuando eres sincero nadie te cree y cuando sueltas alguna mentira intencionada, entonces es cuando te creen. Cuando alguien te merece la pena y, por tanto, te merece darle explicaciones, es irónico que por más que intentas demostrar que lo que dices es verdad, solo recibes dudas y desconfianzas, incredulidad absoluta. Y es entonces cuando piensas, pues nada, soltare alguna mentira a ver que pasa. Y ante tu propio estupor, descubres que precisamente cuando sueltas la mentira intencionada, es cuando te creen. Y es entonces cuando te paras a pensar y te preguntas ¿de verdad mereció la pena intentar demostrar que lo que decías era verdad ante quién no quiere saber de esa verdad? La conclusión es obvia. No, no merece la pena y es entonces cuando solo te surge una expresión sincera: nada tengo que demostrar porque nada tengo que decir. Que cada cuál piense o crea lo que le apetezca. Es la ironía de la sinceridad....¿o es de la mentira?
Ahora que ya he andado la mitad de mi vida quiero sentarme aquí, a la sombra de un árbol y al borde de ese camino, y reflexionar, y contaros lo visto y conocido desde mi visión de las cosas. Te diré lo que yo vi y viví. Estarás de acuerdo conmigo o no. Lo criticarás o simplemente te dará igual. Pero en cualquier caso aquí están estas sensaciones y retazos de mi camino, vivido y por vivir. Sólo cuento lo que aprendí al vivir, y aunque mi vida no es la tuya, todos aprendemos de todos.
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Eso es lo que suelo cuestionarme....
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