lunes, 4 de noviembre de 2013

La rosa vacía


Aquella mañana se levantó como muchas otras mañanas, como si las horas de sueño no hubieran hecho su efecto. Como siempre, en sus sueños múltiples imágenes se entremezclaban sin sentido, aunque siempre quedándole la sensación de fondo ante tanto simbolismo onírico, que su deseo de amar y ser amada nunca llamaría a su puerta. Si es verdad que, aunque se había sentido atraída por algún que otro hombre, todo había quedado en agua de borrajas, de varios encuentros con “affaire” que le habían dejado una desasosegada sensación de insatisfacción. A ella siempre la habían visto como una mujer atractiva, con cierta personalidad, bien parecida y nada despreciable para los hombres, aunque ellos la revoloteaban como moscas a su alrededor con la sempiterna intención de una noche y a otra cosa. Ya estaba cansada de tanta vaciedad humana. Rondaba los cuarenta años y ya había asumido ciertas responsabilidades que, aunque nadie la había impuesto, ella asumía y, en el fondo, la compensaba del desasosiego de no haber conocido el amor verdadero. Su vida andaba a caballo entre su trabajo de gestión que le proporcionaba poder relacionarse socialmente, su familia que la compensaba su necesidad de afecto, y las amistades de siempre que al menos llenaban sus ratos de ocio. Estaba convencida que su vida acabaría manteniendo esa dinámica. Que todo estaba meridianamente en su sitio o, al menos, esa situación no le proporcionaba demasiados sobresaltos. Pero cuando ¡ay!, cuando en la noche se iba al encuentro de sus fantasmas nocturnos, donde no podía controlar lo controlable durante el día, entonces era cuando lo pasaba peor.

Aquella noche tuvo un sueño. Un sueño donde ella andaba primero, para correr desesperadamente después, perseguida por una voz. Una voz que la atraía con desesperación pero al mismo tiempo la hacía correr. Pero ella no quería correr. Sólo quería parar y dejar que aquella voz la encontrara, descubrir un rostro y una mirada en su interior, y que su corazón hacía tanto tiempo que buscaba. Sin embargo sus piernas no la dejaban parar, no la obedecían. Se mezclaban en ella tal sensación de angustia entre lo que deseaba con todas sus fuerzas y que le provocaba aquella voz, y lo que sus piernas le forzaban a seguir haciendo, que las lágrimas de rabia y pena le nublaron cualquier posibilidad de ver.

Aquella voz que tanto amaba y que tanto y tan dulcemente había sabido descubrirla, la voz que tan dulcemente pronunciaba su nombre y que hacía que su corazón se desbordara, se iba haciendo cada vez más lejana hasta que, finalmente, dejó de oírse. Fue entonces cuando se hizo un absoluto silencio; sus pasos dejaron de ser y fue entonces cuando un tumulto vertiginoso se inició: trabajo, amigos, familia vociferaban y la reclamaban continuamente exigiéndole cumplir la responsabilidad que ella misma se había impuesto. Ya no pudo más. Des-de el fondo de su alma se dejó oír un grito desesperado:

- ¡Basta ya ¡No puedo dar más de lo que tengo! ¡Quiero amar y ser amada y vosotros no me dejáis! ¡Callaos de una vez para que pueda escuchar esa voz que me ama y a la que quiero amar! El tumulto calló. Pero ahora no se escuchaba la voz que buscaba, sino que ahora era ella la que buscaba con miedo y desesperación aquella voz.

- ¡Voz, déjate oír! ¡Te necesito! ¡Te quiero y siempre te he querido, pero no me dejaban ir a ti! ¿Dónde estás? ¡No me abandones!

Nada se oyó por respuesta. Solo el eco de sus propios gritos. Cayó de bruces clavando sus rodillas en el suelo y cubriendo su rostro con ambas manos que, rápidamente, se humedecieron con sus propias lágrimas. Su corazón había dejado de latir porque había perdido la esperanza. Recordaba y añoraba continuamente aquella voz. Y se dio cuenta que la había llamado continuamente, pero ella no fue lo suficientemente fuerte como para oírla y aunque sabía que la hubiera llenado con su sonido, se lamentó de no haberla escuchado. Oyó, pero no escuchó.


Cuando apartó las manos de su rostro y ante su sorpresa, comprobó que había cambiado: se había convertido en una rosa y estaba inmóvil por haber echado raíces. Sólo podía doblegarse a capricho de la brisa. Cerca de ella pasaban unos y otros y aunque se paraban para contemplarla como rosa, pronto seguían su camino porque comprobaban que no emitía aroma de rosa. Simplemente no olía. Tampoco se acercaban a ella, solo la veían a distancia porque quien intentaba tocarla se dolía de sus espinas. Se conformó entonces con ser una rosa más, sin olor y con muchas espinas, y se sintió vacía, aunque al menos se consolaba pensando que a fin de cuentas era una rosa. El despertador sonó y se despertó sobresaltada, asustada y anonadada por el sueño. Se sentó en la cama unos segundos para levantarse después. Cuando sus ojos contemplaron su imagen en el espejo del cuarto de baño comprobó como en cada pupila de sus ojos, nítidamente, aparecía una rosa que lloraba. Miró el móvil. Ningún mensaje. En el fondo de su corazón sonaba una voz que gritaba. Pero ya no estaba. Y supo que había perdido. Que había perdido la única ocasión verdadera de amar y ser amada.

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