Aquella
mañana se levantó como muchas otras mañanas, como si las horas de sueño no
hubieran hecho su efecto. Como siempre, en sus sueños múltiples imágenes se
entremezclaban sin sentido, aunque siempre quedándole la sensación de fondo
ante tanto simbolismo onírico, que su deseo de amar y ser amada nunca llamaría
a su puerta. Si es verdad que, aunque se había sentido atraída por algún que
otro hombre, todo había quedado en agua de borrajas, de varios encuentros con
“affaire” que le habían dejado una desasosegada sensación de insatisfacción. A
ella siempre la habían visto como una mujer atractiva, con cierta personalidad,
bien parecida y nada despreciable para los hombres, aunque ellos la
revoloteaban como moscas a su alrededor con la sempiterna intención de una
noche y a otra cosa. Ya estaba cansada de tanta vaciedad humana. Rondaba los
cuarenta años y ya había asumido ciertas responsabilidades que, aunque nadie la
había impuesto, ella asumía y, en el fondo, la compensaba del desasosiego de no
haber conocido el amor verdadero. Su vida andaba a caballo entre su
trabajo de gestión que le proporcionaba poder relacionarse socialmente, su
familia que la compensaba su necesidad de afecto, y las amistades de siempre
que al menos llenaban sus ratos de ocio. Estaba convencida que su vida acabaría
manteniendo esa dinámica. Que todo estaba meridianamente en su sitio o, al
menos, esa situación no le proporcionaba demasiados sobresaltos. Pero cuando
¡ay!, cuando en la noche se iba al encuentro de sus fantasmas nocturnos, donde
no podía controlar lo controlable durante el día, entonces era cuando lo pasaba
peor.
Aquella
noche tuvo un sueño. Un sueño donde ella andaba primero, para correr
desesperadamente después, perseguida por una voz. Una voz que la atraía con
desesperación pero al mismo tiempo la hacía correr. Pero ella no quería correr.
Sólo quería parar y dejar que aquella voz la encontrara, descubrir un rostro y
una mirada en su interior, y que su corazón hacía tanto tiempo que buscaba. Sin
embargo sus piernas no la dejaban parar, no la obedecían. Se mezclaban en ella
tal sensación de angustia entre lo que deseaba con todas sus fuerzas y que le
provocaba aquella voz, y lo que sus piernas le forzaban a seguir haciendo, que
las lágrimas de rabia y pena le nublaron cualquier posibilidad de ver.
Aquella
voz que tanto amaba y que tanto y tan dulcemente había sabido descubrirla, la
voz que tan dulcemente pronunciaba su nombre y que hacía que su corazón se
desbordara, se iba haciendo cada vez más lejana hasta que, finalmente, dejó de
oírse. Fue entonces cuando se hizo un absoluto silencio; sus pasos dejaron de
ser y fue entonces cuando un tumulto vertiginoso se inició: trabajo, amigos,
familia vociferaban y la reclamaban continuamente exigiéndole cumplir la
responsabilidad que ella misma se había impuesto. Ya no pudo más. Des-de el
fondo de su alma se dejó oír un grito desesperado:
-
¡Basta ya ¡No puedo dar más de lo que tengo! ¡Quiero amar y ser amada y
vosotros no me dejáis! ¡Callaos de una vez para que pueda escuchar esa voz que
me ama y a la que quiero amar! El tumulto calló. Pero ahora no se escuchaba la
voz que buscaba, sino que ahora era ella la que buscaba con miedo y
desesperación aquella voz.
-
¡Voz, déjate oír! ¡Te necesito! ¡Te quiero y siempre te he querido, pero no me
dejaban ir a ti! ¿Dónde estás? ¡No me abandones!
Nada
se oyó por respuesta. Solo el eco de sus propios gritos. Cayó de bruces
clavando sus rodillas en el suelo y cubriendo su rostro con ambas manos que,
rápidamente, se humedecieron con sus propias lágrimas. Su corazón había dejado
de latir porque había perdido la esperanza. Recordaba y añoraba continuamente
aquella voz. Y se dio cuenta que la había llamado continuamente, pero ella no
fue lo suficientemente fuerte como para oírla y aunque sabía que la hubiera
llenado con su sonido, se lamentó de no haberla escuchado. Oyó, pero no escuchó.
Cuando
apartó las manos de su rostro y ante su sorpresa, comprobó que había cambiado:
se había convertido en una rosa y estaba inmóvil por haber echado raíces. Sólo
podía doblegarse a capricho de la brisa. Cerca de ella pasaban unos y otros y
aunque se paraban para contemplarla como rosa, pronto seguían su camino porque
comprobaban que no emitía aroma de rosa. Simplemente no olía. Tampoco se
acercaban a ella, solo la veían a distancia porque quien intentaba tocarla se
dolía de sus espinas. Se conformó entonces con ser una rosa más, sin olor y con
muchas espinas, y se sintió vacía, aunque al menos se consolaba pensando que a
fin de cuentas era una rosa. El despertador sonó y se despertó
sobresaltada, asustada y anonadada por el sueño. Se sentó en la cama unos
segundos para levantarse después. Cuando sus ojos contemplaron su imagen en el
espejo del cuarto de baño comprobó como en cada pupila de sus ojos,
nítidamente, aparecía una rosa que lloraba. Miró el móvil. Ningún mensaje. En
el fondo de su corazón sonaba una voz que gritaba. Pero ya no estaba. Y supo
que había perdido. Que había perdido la única ocasión verdadera de amar y ser
amada.
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