Había una calle llena de puertas, cada una de distinta forma, apariencia y
color, y detrás de cada una de ellas se adivinaba una persona distinta, mirando
a través de una mirilla, oculta, con miedo, curiosas de ver quien pasaba por
delante de su casa y como pasaba. Se escuchaba un continuo murmullo de
cotilleos y de mentiras. Todas ellas tenían envidia de la puerta de cada una de
las otras y cuando alguien pasaba y se paraba en otra puerta y no en la suya,
se llenaban de rabia y frustración, de envidia y egoísmo, preguntándose ¿y
porque no se paro en la mía y si en la de esa otra? Y así pasaban sus días
descolgados de un calendario poco a poco. Mientras tanto, quien pasaba por
aquella calle se llenaba de sensaciones negativas, y cuando por fín salía de
ella, se apoderaba de ellas una imperiosa necesidad de limpiarse de todas
aquellas sensaciones y dejar en el olvido cuando antes todas aquellas puertas
que adivinaban personas detrás de ellas llenas de egoísmo y maldad.
Pero antes de seguir sus caminos se quedaban al otro lado del final de esa
calle mirando hacia ella, e intentando poder entender por qué en aquella calle
habitaba tanta amargura, y cuando sus miradas se dirigían hacia esa calle
después de haber pasado por ella, a ratos veían una mujer con una túnica y de
aspecto radiante y llena de vida que despacio pero segura, entraba por la calle
una y otra vez, parándose cada vez en puertas distintas a las que llamaba y
ninguna contestaba aunque se sabia estaban habitadas. Al cabo de un rato,
aquella mujer misteriosa entró por la calle por última vez y despacio pero
segura, sus pasos continuaron hacia el final y pasó tranquila delante de mí
que, curioso, le pregunte: ¿porqué llamas una y otra vez a las puertas sabiendo
que no te van a abrir? Y ella se paró un instante y sin mirarme contestó: por
si acaso alguna llegó a descubrir que ya estaban muertas en vida viviendo así.
Y siguió su camino, en busca de otra calle, de otras puertas y con la
esperanza de encontrar en alguna de ellas que hubiera descubierto que vivian
sin vivir, que existían sin existir, y quisieran abrir su vida. Ahora ya no miro
hacia esa calle que tan mala sensación me dio porque mi mirada se dirige ahora
hacia aquella figura que se aleja cruzando el puente entre la existencia sin
vida y existir para vivir y que me hizo entender que no merece la pena perder ni
un segundo pasando por una calle de personas que no soportan que alguien pueda
querer vivir cuando ellas hace mucho tiempo que murieron a la vida. Y seguí a
aquella figura y cruce el puente con ella, al otro lado. Y viví.
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