En la tarde calurosa, de sonidos salpicada, hay una historia que se repite siempre tras la siesta y el despertar amodorrado. Con la brisa suave del atardecer las golondrinas pintan el recorrido de locos revoloteos. Pasos que conducen a ninguna parte a la espera de que aparezca ella, esa Eva que te sienta, que te añore y se conmueva al pensar en la distancia los motivos de una extraña espera. La misma que reconoce la esencia de lo que es verdaderamente importante vivir, dejando de lado tanto sacrificio inútil que justifica lo injustificable. Se pierde la esperanza de esperarla a ella, a esa Eva enamorada en pos del motivo por el que su corazón late, dejando a un lado la cobardía del miedo sin motivo. Esa Eva que en sus sueños cada noche anhele un amanecer definitivo, que ilumine tantas noches oscuras, tantos momentos perdidos. Esperándola a ella, a esa Eva, recorro mil caminos tras sus huellas, y cansado me siento al borde de la ruta que me lleva a ella, a la espera de que aparezca Eva. Quizás despierte mañana y compruebe que ella, esa Eva, nunca llegará y me daré cuenta quizás, que aún en sueños seguiré esperándola a ella, a esa Eva.
Ahora que ya he andado la mitad de mi vida quiero sentarme aquí, a la sombra de un árbol y al borde de ese camino, y reflexionar, y contaros lo visto y conocido desde mi visión de las cosas. Te diré lo que yo vi y viví. Estarás de acuerdo conmigo o no. Lo criticarás o simplemente te dará igual. Pero en cualquier caso aquí están estas sensaciones y retazos de mi camino, vivido y por vivir. Sólo cuento lo que aprendí al vivir, y aunque mi vida no es la tuya, todos aprendemos de todos.
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